Alanna, la guerrera

le caía por la espalda. La gente que trataba de usar la magia que los dioses no le habían concedido muchas veces moría de maneras horribles. Maude elevó una plegaria a la Gran Diosa Madre, prometiéndole buena conducta el resto de sus días si tan solo la protegía durante todo este proceso.
Arrojó las hojas al fuego, al tiempo que sus labios comenzaban a pronunciar en silencio las palabras sagradas. El poder que provenía de ella y de los mellizos llenó el fuego lentamente. Las llamas se volvieron verdes por la magia de Maude y púrpura por la de los hermanos. La mujer inhaló profundamente y cogió la mano izquierda de los niños, llevándolas al fuego. El poder subió por sus brazos. Thom gimió y se retorció de dolor por la magia que lo colmaba. Alanna se mordió el labio inferior hasta que comenzó a sangrar, luchando contra el dolor a su propio modo. Maude tenía los ojos bien abiertos y su mirada parecía vacía, mientras mantenía sus manos entrelazadas sobre las llamas.
De repente, Alanna frunció el entrecejo. En el fuego, se estaba formando una imagen. Eso era imposible; no se suponía que ella pudiera tener una visión. Maude era quien había conjurado el hechizo; era la única que debería ver.
Desafiando las leyes de la magia que Alanna había aprendido, la imagen se hizo más grande y se esparció. Era una ciudad construida de piedra negra lustrosa en su totalidad. Alanna se inclinó hacia adelante, entrecerrando los ojos para ver mejor. Nunca había visto nada como esa ciudad. El sol inundaba las paredes y torres resplandecientes. Alanna sintió miedo, más del que nunca había sentido...
Maude soltó a los mellizos. La imagen se evaporó. Alanna ahora sentía frío, y estaba muy confundida. ¿Qué había sido esa ciudad? ¿Dónde quedaba?
Thom examinó su mano. No había marcas de quemaduras, ni siquiera cicatrices. No había ninguna señal que indicara que Maude había mantenido sus manos en las llamas durante un largo rato.
Maude se sentó sobre sus talones. Se veía vieja y cansada.
—He visto muchas cosas que no comprendo —susurró por fin—. Muchas cosas...
—¿Viste la ciudad? —quiso saber Alanna.
Maude la miró con expresión severa.
—No vi ninguna ciudad.
Thom se inclinó hacia adelante.
—¿Tú viste algo? —Sonaba ansioso—. Pero Maude fue quien conjuró el hechizo.
—¡No! —exclamó Alanna—. ¡No vi nada! ¡Nada!
Thom decidió preguntarle más tarde, cuando no pareciera tan asustada. Se volvió hacia Maude.
—¿Y bien? —exigió saber.
La sanadora suspiró.
—Muy bien. Mañana Thom y yo iremos a la Ciudad de los Dioses.

* * *

Al día siguiente, al alba, lord Alan dio a cada uno de sus hijos una carta sellada junto con su bendición antes de dar instrucciones a Coram y Maude. Coram aún no estaba al tanto del cambio de planes. Alanna no tenía ninguna intención de decirle nada hasta que estuvieran lejos de Trebond.
Una vez que se despidieron de lord Alan, Maude llevó a los niños a la habitación de Alanna, mientras Coram aparejaba los caballos. A toda prisa, abrieron y leyeron las cartas.
Lord Alan encomendaba a su hijo al cuidado de lord Gareth de Naxen y a su hija a la Primera Hija del convento. Cada tres meses, se enviarían sumas de dinero para pagar la manutención de los niños hasta que sus maestros determinaran que estaban listos para volver a casa. Él estaba ocupado con sus estudios y confiaba en el criterio del Duque y de la Primera Hija en todos los asuntos. Estaba en deuda con ellos. Firmado: Lord Alan de Trebond.
Muchas cartas similares llegaban al convento y al palacio cada año. Todas las niñas de las familias nobles estudiaban en conventos hasta que tenían quince o dieciséis años, cuando se las enviaba a la Corte para que encontraran marido. Por lo general, el hijo mayor de una familia noble aprendía las destrezas y obligaciones de un caballero en el palacio del rey. Los hermanos menores podían seguir a sus hermanos al palacio, o podían ir al convento antes, y luego a los claustros de los sacerdotes, donde estudiaban religión o hechicería.
Thom era experto en falsificar la letra de su padre. Escribió dos cartas; una para Alan; la otra para él. Alanna las leyó con atención y se sintió aliviada al ver que no había forma de distinguir el trabajo de Thom de los originales. El niño se apoyó en el respaldo de la silla con una sonrisa, pues sabía que podían pasar años hasta que se resolviera la confusión.
Mientras Thom se enfundaba una falda de montar, Maude llevó a Alanna al vestidor, donde la niña se puso una camisa, pantalones de montar y botas. Luego, Maude le cortó el cabello.
—Tengo algo que decirte —dijo Maude cuando el primer rizo cayó al suelo.
—¿Qué? —preguntó Alanna, nerviosa.
—Tienes el don de sanar. —Las tijeras seguían trabajando—. Es más poderoso que el mío, más poderoso que ninguno que haya visto en mi vida. Y tienes otra magia, un poder que aprenderás a usar. Sin embargo, lo importante es el poder de sanar. Anoche tuve un sueño. Fue una advertencia, tan clara como si los dioses me gritaran al oído.
Alanna, ante esa imagen, tuvo que sofocar una risita.
—No es bueno reírse de los dioses —la retó Maude con severidad—. Aunque lo aprenderás por tu propia cuenta, dentro de poco.
—¿Qué se supone que quiere decir eso?
—No importa. Escúchame. ¿Has pensado en las vidas que te cobrarás cuando realices esas magníficas hazañas?
Alanna se mordió el labio.
—No —admitió.
—Eso pensé. Tú solo ves la gloria. Pero se cobran vidas, y quedan familias sin padres y con dolor. Piensa antes de combatir. Piensa con quién estás luchando, aunque no sea más que porque algún día encontrarás a un rival que esté a tu altura. Y si quieres pagar tu deuda por esas vidas que te cobrarás, usa tu magia sanadora. Úsala todo lo que puedas, o de lo contrario, no podrás limpiar tu alma de la muerte en siglos. Es más
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Alanna, la guerrera
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